Uno de los criterios que ha regido el diagnóstico psicopatológico de cualquier trastorno ha sido el de la funcionalidad. La presencia de rasgos disfuncionales que afectan a una o varias áreas de la vida de una persona, se han considerado causa suficiente de diagnóstico en numerosas ocasiones. Quizá esto nos valía hace unas décadas, pero en una sociedad tan cambiante que nos hace replantearnos absolutamente todo nuestro estilo de vida, es posible que tengamos que afinar el criterio que siempre hemos utilizado los profesionales de la salud mental.
Un ejemplo claro de lo anterior es el área laboral. Está claro que para funcionar adecuadamente en esta sociedad es necesario contar con una rutina de estudio/trabajo que ocupe de forma constructiva nuestro tiempo y nos proporcione las metas y objetivos que necesitamos para obtener nuestros objetivos: sacar buena nota en un examen, aprobar una asignatura, obtener un título, conseguir trabajo, mejorar las condiciones laborales y mi calidad de vida, etc. En los últimos años, a consulta nos han llegado muchas personas que, efectivamente, cumplen (objetivamente hablando) el criterio de funcionalidad en el área laboral, pero son tremendamente infelices. De hecho, un número apabullante de personas desarrollan trastornos psicológicos principalmente suscitados por el entorno laboral. En la actualidad, incluso los psicólogos tenemos que replantearnos si mantener un puesto de trabajo por el mero hecho de cumplir con el criterio de funcionalidad no puede ser más contraproducente que otra cosa cuando hablamos de salud mental. Quizá a veces, plantear dejar un puesto de trabajo por mejorar la salud mental no es criterio de disfuncionalidad en la persona, sino de evolución.
Wolfgang Blankenburg planteaba hace años que lo psicopatológico no está definido por lo normal/anormal de la experiencia, sino por la libertad de poder comportarse en uno u otro sentido. Para él, era tan patológica la conducta del «psicópata» -que no puede sino hacer daño- que la del «normópata», que no puede sino comportarse normalmente, dentro de lo deseado por la sociedad, entendiendo a la sociedad como un ente que guía nuestra conducta y nuestros deseos y no siempre hacia lo más saludable. La realidad que nos encontramos en consulta es que muchas personas, aparentemente funcionales en diversos ámbitos, efectivamente desarrollan rasgos patológicos de personalidad, si bien estos no constituyen criterio suficiente para diagnosticar un trastorno de personalidad.
Todos tenemos rasgos narcisistas, antisociales, obsesivos, dependientes, histriónicos, histeriformes, depresivos, entre otros. La cuestión no es qué, sino cuánto. El predominio en nuestra personalidad de cualquiera de estos y otros rasgos puede ser criterio suficiente para diagnosticar un trastorno de personalidad, si bien con mucho menos ya podemos hablar de rasgos patológicos.
En consulta me encuentro a menudo con personas que asumen ciertas partes de sí mismos como elementos invariables e imposibles de cambiar. Un ejemplo claro lo encontramos en las heridas en el vínculo de apego. Mucho se ha hablado en los últimos años de los tipos de apego que definen las relaciones que entablamos con los demás, como las de pareja. A veces no conocemos nuestras propias heridas en el vínculo de apego y tenemos la sensación de que nuestras relaciones están condenadas a salir mal sin saber por qué. El vínculo de apego en la edad adulta suena así:
«No se puede contar con los demás. Lo mejor es confiar lo justo en otras personas para que no te hagan daño. Si sientes algo por alguien, mejor que no lo sepa, por si huye y te hace daño. No necesito a nadie, espero que nadie me necesite a mi»
«Necesito la aprobación de los demás. Si doy, tienen que devolverme lo mismo que doy. En realidad, no me merezco el amor de los demás, por lo que tengo que sobreesforzarme mucho más para conseguir que me valoren. Aún así, probablemente me abandonen al final.»
«No tengo claros los límites. Me siento invadido/a y también necesito invadir a menudo. Seguro que los demás solo vienen a humillarme, por lo que humillaré yo primero para protegerme.»
Este artículo ha sido elaborado por Ana Sánchez, psicóloga sanitaria y terapeuta EMDR que trabaja en MentSalud.